lunes, 4 de mayo de 2020

Malasombra confinado III

   Sigo confinado en mi castillo y, sorprendentemente, me estoy portando bien y respetando las normas. ¿Quién me ha visto y quién me ve? Los niños ya pueden salir y tal y cual, pero se lo he estado ocultando a mi hija porque todo tiene un límite y sería deshonroso que alguien nos viera paseando juntos por la calle sin cometer delitos. 
   El problema es que me aburro. Llamaré a Fredesvindo, mi mayordomo, para ver si tiene alguna idea.

   -¿Me ha llamado el señor?
   -Sí, Quiero que me de alguna idea para entretenerme.
   -Podríamos jugar al ajedrez.
   -¿Sabes jugar?
   -Sí, señor, y modestamente no se me da mal.
   -Bueno, eso no importa porque creo que eres lo suficientemente inteligente para no ganarme.
   -Por supuesto, señor.
   -Bien, para hacerlo más interesante utilizaremos las baldosas del porche como casillas y a 32 prisioneros como figuras. ¿Tenemos suficientes?
   -La verdad, señor, es que en estos momentos sólo contamos con 31. El último falleció ayer por culpa de su hija. 
   -Llámala y que se presente ante mí.

   A los pocos minutos llegó mi hija cuyo nombre no consigo recordar. Sí, podría preguntárselo, pero podría malinterpretarlo y pensar que me intereso por ella. 

   -¿Qué quieres, papá?
   -Me he enterado de que has matado a un prisionero. No voy a castigarte, pero quiero que me cuentes cómo pasó. 
   -¿No vas a castigarme? ¡Vaya mierda de padre! Fue un accidente. Estaba estudiando cuánto tiempo puede aguantar un humano sumergido bajo el agua, pero me olvidé de quitarle la bola de hierro que llevaba atada a la pierna antes de arrojarlo al pozo.
   -¿Para qué querías esa información?
   -Pues para perfeccionar mis métodos de tortura.
   -¡Buena chica! El problema es que ahora nos falta uno para jugar al ajedrez viviente.
   -Puedes pedir algo a domicilio y secuestrar al repartidor. 
   -No está mal. Eres muy inteligente.
   -¿Qué te pasa, papá? Me has elogiado dos veces seguidas. 
   -Nada, ha sido un desliz. No volverá a pasar. Puedes retirarte, hija.
   -De acuerdo, pero antes quiero hacerte una pregunta. ¿Porqué nunca me llamas por mi nombre?
   -Porque no lo sé y confieso que tampoco sé tu edad.
   -Tengo ocho años y me llamo Concepción, como mi madre. 
   -¡Es verdad! ¡Concepción! Ya ni me acordaba de tu madre.
   -¿Dónde está? Acaba de pasar el día de la madre y me acordé mucho de ella. 
   -No lo sé, pero sí puedo decirte que te quiere muchísimo y yo te malcrío y te trato con desdén para compensar ese amor.
   -¿No sabes nada de ella? ¿Porqué me abandonó si tanto me quiere?
   -No te abandonó, Concepción, yo la obligué a marcharse y te escondí para que no pudiese llevarte con ella.
   
    Por primera vez en mi vida vi como mi hija lloraba de tristeza mientras me miraba con un odio distinto al habitual. No sé porqué, pero me sentía culpable. No dijo nada más y se marchó. Me quedé como esos gilipollas que sienten remordimientos. Fredesvindo rompió el incómodo silencio:

   -Señor, ¿vamos a jugar al ajedrez? 
   -No, voy a salir, tengo cosas que hacer. Puedes retirarte.

   Horas más tarde me encontraba frente a una casa que me resultaba familiar. Sí, estaba frente a la vivienda de la madre de mi hija. Llamé a la puerta y me abrió. Nada más verme se lanzó sobre mí pegándome con todas sus fuerzas mientras preguntaba por su hija. No dije nada, porque no fue necesario. La cogí por el cuello con una mano y con la otra le puse un pañuelo con cloroformo en la boca. La llevé en brazos hasta mi coche y volví al castillo. Ya estaba recuperando el conocimiento cuando llegamos.
   
   -¿Qué hacemos aquí? -preguntó asustada.
   -Bueno, ¿no echas de menos los buenos ratos que pasamos aquí?
   -¡Y una mierda buenos ratos! Eres malvado, repugnante y no tienes corazón. Por eso te abandoné. 
   -Sí, claro, aunque nunca te hice daño tú sufrías por los demás. La verdad es que me alegré mucho al perder de vista a alguien tan asquerosamente bueno, pero eso ya no importa. 
   
   La llevé ante la puerta de la habitación de su hija y llamé a la puerta. Abrió y se encontraron cara a cara. Creo que las dos comprendieron inmediatamente quiénes eran porque se abrazaron entre sollozos. Me alejé porque no quería ser testigo de algo tan deleznable. 

   Minutos más tarde entraron juntas al salón. Yo estaba tomando una copa de Brandy y fumando un puro sentado en un gran sillón. Ni fumo ni me gusta el Brandy, pero esa imagen mola mucho.

   -¿Y ahora qué? -Preguntó la madre de mi hija.
   -Sois libres. Podéis hacer lo que os apetezca. 
   -¿Porqué haces esto, papá? -dijo mi hija.
   -Porque es lo mejor para ti y para tu madre. Y ahora largo de aquí antes de que me arrepienta. Podrás volver siempre que quieras o necesites algo, pero tu sitio no es este. Lo único que te pido es que no olvides hacer alguna maldad de vez en cuando para recordar a tu padre.

   Las dos únicas personas por las que alguna vez tuve la debilidad de sentir algo salieron de mi castillo y me quedé solo. Bueno, con 31 prisioneros a los que torturar y así olvidar cuanto antes la amarga experiencia de realizar una buena acción. 

   Al saber lo que había pasado, Fredesvindo me preguntó desconcertado.
   
   -¿Porqué lo ha hecho, señor?

   -Porque recordé que yo también tuve madre.

   Santi Malasombra

   

   
   

   

No hay comentarios:

Publicar un comentario